El siguiente relato, presentado al concurso de relatos cortos de la empresa donde trabajo, ha sido galardonado con el segundo premio (es la segunda vez que escribo un segundo premio, tengo vocación de segundón). Vosotros me diréis si podría haber sido premiado ganador.
ESE EXTRAÑO OLOR
Estornudé como si no hubiera otro
medio de comunicación entre la Tierra y los planetas más allá del
cinturón de asteroides y saqué el último pañuelo de papel que me
quedaba. Intenté economizar rácanamente el clínex, consciente del
desastre incoming por la carestía de este adminículo. Así
que con cierta aprensión volví a meterlo en el bolsillo de mi
americana: guardaba la esperanza ilusoria de que me quedaran
centímetros cuadrados para los próximos usos.
Seguidamente empezó a llover, por lo
que con un mal humor arreciando protegí como pude el rollo de planos
con mi cuerpo y me dirigí a paso vivo hacia la mole de Nuevos
Ministerios. No había rastro del hombre que solía vender pañuelos
en los semáforos de la Castellana, por lo que no tuve otra que
encomendarme a la vitamina C del zumo de naranja del desayuno (intuyo
que nula por tratarse de un zumo caducado dos días atrás, problemas
de hacer seguidismo a un ministro tragaldabas). Y, con el seno nasal
derecho saturándose nuevamente, esquivé los coches que por arte de
birlibirloque se aparecen mágicamente cual mocos mecánicos
congestionando Madrid cada vez que asoman las famosas cuatro gotas de
lluvia: soy de la opinión de que a cada una de estas gotas habría
que llamarlas como cada uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El caso es que llegué a la arcada
ciclópea de los Nuevos Ministerios, donde con la excusa de
protegerme de la lluvia recuperé el aliento: respirar por media
nariz, luchando además para que el moco que satura la otra media no
deslice bigote abajo tiene un arte poco reconocido pero muy
sacrificado. En ese momento mi teléfono móvil sonó alegre con el
tono de los mensajes recibidos, inocente de la mañana de perros que
se pronosticaba. Temía que, como muchas otras veces, la reunión se
hubiera cancelado y por tanto mis divagaciones congestionadas entre
el tráfico y bajo la lluvia hubieran sido vanas, pero no. Era mejor
aún. Mucho mejor: mi jefe se descolgaba de la reunión, así que me
tocaría defender, en una reunión a la que básicamente acudía sólo
para llevar planos, un proyecto al que acababa de incorporarme.
El mal humor quedó sepultado por
una ola de frustración, o por la falta de oxígeno, puesto que mi
nariz estaba a punto de colapsar.
Y además se hacía tarde.
Salí nuevamente a la lluvia
preguntándome por la sonoridad del arameo y, sorbiéndome los mocos
discretamente, me dirigí hacia Fomento. En la puerta, y al mismo
tiempo que estornudaba tirando por tierra toda la labor de contención
nasal, tropecé con un mensajero con casco incorporado que salía
corriendo del edificio. Quise disculparme por llenarle la visera de
mocos, pero el tipo no se dio por aludido ni por salpicado, y
continuó su camino dejando tras de sí un olor penetrante que
incluso atravesó la barrera de mucosas de mi nariz.
No di al asunto más importancia
de la que le daba el perjudicado y entré usando mi último trozo de
clínex disponible para limpiarme el desbordamiento del último
estornudo.
El vigilante no estaba, sólo una
bedel que seguramente llevaba allí desde antes de que levantaran la
mole ministerial y que, a pesar del trasiego de la calle, dormitaba
plácidamente en el mostrador del vestíbulo. Le enseñé mi DNI
soltando un buenos días gangoso y al borde de otro estornudo
eyaculatorio. La señora abrió los ojos como platos y sonrió alegre
mirando el documento.
–¡Es como tú! –exclamó
entusiasmada señalando la foto.
Sonreí indiferente (mejor no
llevarle la contraria a un bedel ministerial) y esperé a que hiciera
las gestiones para darme el pase. Por dar conversación, aunque mi
nariz taponada lo desaconsejaba, saqué a colación el extraño olor
que vagamente percibía.
–¡Yo no he sido! –se limitó a
decir mientras aporreaba esforzadamente el teclado.
Visto el éxito, y con mi nariz a
punto de desbordar, dejé el tema y le pregunté por un pañuelo de
papel.
–¡Entonces has sido tú,
pilluelo!
Abrí los ojos al mismo tiempo que
me ponía colorado sin ningún motivo y miraba a ambos lados para
saber si había allí alguien más en quien apoyarme, pero mi soledad
era total en aquel vestíbulo.
–Tranquilo rey, que no se lo diré
a nadie –aclaró guiñándome un ojo al darme mi acreditación.
Aún impactado por la actitud de
la bedel, me dirigí a los ascensores limpiándome indisimuladamente
la nariz con el dorso de la mano derecha. Desde el otro lado de la
puerta del ascensor llegaban voces y risas que se colaban desde las
plantas superiores. Nunca había escuchado tanto jaleo en el
Ministerio, y nunca había visto a dos personas jugando al tute en un
ascensor, puesto que eso es lo que vi en cuanto las puertas se
abrieron. Un técnico de Puertos y el Subdirector General de
Transporte Aéreo me miraron sonrientes y me invitaron a entrar con
cuidado para no tirar la pila de tomos de Recomendaciones de Obras
Marítimas, que habían usado como mesa.
–Pase usted, buen hombre. Póngase
aquí –me indicó el Subdirector–. ¡Arrastro!
–¡Qué suerte tiene el jodío!
–se quejó el de Puertos–. Los hay que la flor les viene con el
cargo, ¿eh? –y me guiñó un ojo antes de echarse a reír.
Sonreí tímidamente mientras las
puertas se cerraban y pulsé al primer piso para bajarme lo antes
posible. Aquellos dos se pusieron a contar sus triunfos sin hacerme
caso, hasta tal punto que aunque un estornudo traicionero me
sorprendió repentinamente sin que pudiera volver la cabeza, mis
compañeros de viaje se limitaron a reír cuando el vendaval de mocos
y saliva voló las cartas que descansaban sobre las Recomendaciones
del diseño y ejecución de las Obras de Abrigo.
–¡Toma ya! Esto sí que es un Jet
stream –se limitó a afirmar eufórico el Subdirector General
mientras el otro recogía naipes del suelo.
Las puertas se abrieron y salí
con unas goteras considerables en la nariz. En el primer piso era aún
más fuerte el extraño olor que ya se notaba en el vestíbulo, pero
no me dio tiempo a pensar qué era, puesto que el Jefe de la Oficina
del Plan de Carreteras, con quien había quedado dos plantas más
arriba, se me lanzó como si me estuviera esperando tras la puerta
del ascensor y me arrebató los planos.
–¡Tú la llevas! –gritó como
un crío travieso al mismo tiempo que salía corriendo por el
pasillo.
–¡Las cuarenta en bastos!
–escuché a mi espalda, con la puerta del ascensor ya cerrada.
Y eso pensé yo, que pintaban
bastos y que ya no sabía si volverme por donde había venido y que
le dieran por saco a la reunión, o si seguir la pista de mis planos
a pesar de la congestión y la paranormalidad que parecía haberse
instalado en el Ministerio. Fuera llovía y hacía frío, y además
debía intentar sacar algo en claro de la reunión, ya que mi jefe no
venía, así que decidí perseguir al funcionario con mis planos, que
se había metido por una puerta en mitad del pasillo.
Antes me di una tregua nasal
parando en el cuarto de baño en busca de papel higiénico, pero me
encontré con la señora de la limpieza emboscada tras la puerta y
amenazándome con el mocho.
–¡Atrás loco! –gritó agitando
la fregona.
–Señora, necesito papel –imploré
señalándome los lamparones que me volvían a colgar.
–¡No puedes pasar! –insistió
golpeando el suelo con el palo de la fregona.
–Pero… ¿Qué demonios está
pasando aquí? –logré gangosear.
–Algo huele a podrido en…–comenzó a decir mientras giraba la cabeza. Pero se calló y miró
al urinario que había detrás de ella. Parecieron unos segundos
eternos en los que esperé a que me señalara algo, que me diera un
indicio de lo que ocurría, pero en lugar de eso hizo un movimiento
rápido con el palo del mocho, ensartó un rollo de papel higiénico
que había junto al lavabo y me lo lanzó furiosa a la cara.
–¡Corre, insensato! –y
desapareció de mi vista dando un portazo.
Vencido por las circunstancias me
dirigí a paso calmo por el pasillo, sin hacer excesivo caso a la
fila de funcionarios que avanzaban sobre sus sillas de ruedas
siguiendo las instrucciones del Subdirector General de Recursos
Humanos.
–¡Boga de ataque! –gritaba
desde lo alto de una cajonera enganchada a la última silla de la
fila.
Lo saludé, por cortesía, con un
arqueo de cejas. Saludo que fue respondido con una digna inclinación
de cabeza, y continuó arengando a su muchachada. Sin darle más
vueltas al tema me metí en la sala por donde habían desaparecido
mis planos.
–Adelante, le estábamos esperando
–me dijo el ladrón desde el otro lado del escritorio.
Le flanqueaban, como si se tratara
de un tribunal, un conserje de la tercera planta y el cocinero del
bar del Ministerio. Éstos observaban los planos atentamente y
anotaban garabatos en sus márgenes.
– Y, ¿a dónde va esta carretera?
–preguntó el conserje.
–Es una variante de
población –declaré.
– ¡Localidad, pueblo,
municipio…! –enumeró con entusiasmo el del bar.
– ¡Ciudad! –puntualizó el Jefe
de Carreteras.
–No un sinónimo –atajé–. Es la
circunvalación de Villar del Río.
–¿Y adónde va? –inquirió de
nuevo el conserje.
– ¿La carretera?
–¡No, el río!
–Qué sé yo –empecé a perder
la calma, y el aliento porque volvía a congestionarme–, al Ebro.
–Mi primo tenía un furgón Ebro
–declaró el Jefe de Carreteras–, pero yo no vi ningún río.
–¿Y la carretera? –continuó el
conserje sin hacerle caso.
–¿La carretera qué? –pregunté
gangoseando.
–¿Adónde va?
–A ningún sitio, ¡es una
variante, una circunvalación! –estaba perdiendo la serenidad, y el
aire–. ¡Va al principio!
–¿Y de dónde viene? –siguió
el conserje sin inmutarse.
–¡De freír espárragos, la
dichosa carretera viene de freír espárragos! –solté impaciente
antes de sacar el rollo de papel higiénico y sonarme ruidosamente,
sin pudor ninguno.
–¿Sabes con qué están muy
buenos? –se interesó el cocinero–. Con reducción de Jerez.
–¡Jerecito! –exclamó el de
Carreteras.
–¡Ole! –aprobó el otro.
–¡Espárragos fritos con
jerecito! ¿Le parece bien? –me preguntó el funcionario mientras
lo anotaba en el plano.
–Venga, vale –me di por
vencido–. Y dos huevos duros.
–¡Ea, ya tenemos nombre para el
restaurante! –sentenció.
–¿Restaurante?
– Sí –aclaró el conserje–, no
irá usted a proyectar una carretera sin restaurante.
–Y oiga –intervino el cocinero–,
¿usted cree que yo podría trabajar allí?
–Bueno… depende –dudé
valorando las posibilidades de un restaurante en las Tierras Altas de
Soria–. Es una zona de buena gastronomía.
–¿Duda de mi valía, truhan?
–En absoluto señor –me puse en
guardia
–Un modificado de doscientos mil
euros a cambio de pintar la mancha para el restaurante de aquí mi
primo en este plano –me espetó el Jefe de Carreteras señalando en
el papel el lugar donde debería ubicarse.
–Más allá, más allá –sugirió
el cocinero señalando otro punto–, que me dan miedo los dinosaurios.
– El caso es que… recapacité.
–Ni pa ti ni pa mí
–volvió a tomar la palabra el conserje–, quinientos mil y no se
hable más.
– ¡Hecho! –grité ufano.
–Ole, ole –celebró con júbilo
el cocinero–. Os quiero un huevo.
Y se levantó bailando mientras
improvisaba una chirigota. Los otros dos le siguieron y, tras
rodearme un par de veces a modo de festejo con una reducida conga, en
la que yo participé lanzando a modo de confeti trozos del rollo de
papel higiénico, salieron por la puerta abordando la fila de
funcionarios del Subdirector General de Recursos Humanos.
Yo, exaltado por las muestras de
alegría y cariño, además de satisfecho por el trato, volví a
sonarme ruidosamente mientras les seguía con los planos enrollados.
Mi móvil
sonó, pero no hice caso al mensaje de mi jefe advirtiéndome de que
no entrara al Ministerio por no sé qué historia de un detenido con
un casco lleno de mocos. Era más divertido repetir las órdenes del
Subdirector General usando los planos a modo de altavoz mientras los
dos hacíamos equilibrios en lo alto de la cajonera.
Además, ese extraño olor… ¡era
tan agradable!