Hace unos meses escuché en la radio la epopeya de algunos integrantes de La Nueve, una compañía de la División Leclerc del Ejércio de la Francia Libre. Sabía de la existencia de esta división que por estar integrada por antiguos soldados de la Segunda República Española era conocida dentro del mismo ejército francés como La Nueve, en castellano. No hace mucho, la alcaldesa de París, de ascendencia gaditana, les dedicó una plaza en la capital que ellos ayudaron a liberar siendo los primeros que entraron a la ciudad aún ocupada por los nazis.
Pensé que la historia de esos hombres merece ser contada a lo grande. Yo por mi parte, les dedico, hoy que es el aniversario de su entrada a París el 24 de agosto de 1944, un pequeño relato que escribí aprovechando una primera frase del concurso Relatos en Cadena de la SER.
NUEVE
—Con cada vuelta del tambor de la lavadora en régimen normal, que dura unos setenta minutos, se consume de media uno coma cinco julios. Sin embargo, durante los cuatro minutos que dura el centrifugado se consume un millón doscientos mil julios. Esta última fase supone el setenta por ciento del gasto energético del electrodoméstico. Si el otro veintinueve por ciento de la energía se gasta en calentar el agua, ¿cuántas revoluciones por minuto alcanza la lavadora durante el centrifugado?
Todos sus compañeros echaron mano de las calculadoras, pero él quedó eclipsado por la palabra revolución. Mientras los demás obtenían porcentajes y consumos él huía de los bombardeos en un viejo vapor rumbo a Orán. Ella, a su lado, dejaba caer una calculadora de las manos para apartarse de la cara el pelo que el viento húmedo y salado le arremolinaba frente a los ojos. Su mirada interrogativa se dirigía a la costa que comenzaba a dibujarse por la proa. Él la abrazó prometiéndole que, juntos, tomarían París.
Tras un día de descanso en Valencia con viejos amigos para siempre,
incluyendo playa y un arroz dominical en la Dehesa del Saler,
tocaba emprender la última etapa de mi regreso veraniego a Elche.
Una jornada entre dos puntos de la costa pero en la que, para evitar
el rodeo litoral de la esquina noreste de la provincia de Alicante,
se escala por las montañas de las comarcas centrales hasta uno de
los puntos más elevados de todo el viaje.
La mejor forma de salir de Valencia es la pista del Saler (CV-500),
una carretera que huye de la megalomaníaca Ciudad de las Artes y de
las Ciencias hacia esas maravillas de la naturaleza tan cercanas a la
gran ciudad que son el bosque
de la Dehesa del Saler y la Albufera
de Valencia.
Tras dejar atrás los edificios calatravinos y cruzar el nuevo
cauce del río Turia muy cercano a su desembocadura, que nada tiene
que ver con el curso de agua salvado dos días atrás en Santa Cruz
de Moya, la CV-500 se mete entre los primeros arrozales, que en esta
época del año lucen un verde intenso, para a continuación seguir
por el límite entre el bosque y el lago, circulando en ocasiones
bajo un tupido túnel verde de pinos cuyo olor, sonido y vista borran
casi al instante que hace cinco minutos estábamos en la tercera
ciudad de España.
La visión de los arrozales desde una torre en esta época del año
me hace recordar la reflexión que años atrás me vino a la cabeza
paseando por el bosque donde se haya el nacimiento del río Cuervo,
durante una escapada otoñal a Cuenca: Para conocer un paraje, hay
que visitarlo en todas las estaciones del año, y ver así cómo de
distinto es un bosque, un lago, o incluso una ciudad, según las
circunstancias de la estación. Y es que aunque el bosque perenne del
Saler se mantenga más o menos inmutable durante todo el año, no es
así con la Albufera, cuyo aspecto depende del ciclo del arroz y de
las aves estacionales que visitan sus aguas.
(Nota: Rebeca es una de las guardianas del parque natural y perseguirá
implacable a aquellos domingueros que no respeten las normas del
mismo)
La
CV-500 es para ir sin prisa, una carretera de tintes veraniegos
cuando cruza El Perellonet y El Perelló y desde la que se vislumbran
algunas de las mecas de la famosa ruta
del bakalao. Poco después de estas dos poblaciones, se aleja por
fin de la orilla del mar para atravesar de nuevo los arrozales hacia
Sueca. Aquí enlazamos con la N-332
(sustituta costera de la N-340 entre Almería y Valencia y que
tomaremos más adelante).
En este último tramo de costa entre Sueca y Gandía, la ruta nos
descubre la realidad de gran parte de estas comarcas, donde las
montañas se acercan al mar dejando una estrecha y fértil franja
litoral donde los cultivos tradicionales sobreviven entre el monte y
las torres de apartamentos. Salvo estas apreciaciones, no tiene mucha
miga esta parte del viaje, donde la carretera, junto a la paralela
AP-7 (autopista del Mediterráneo) soporta un tráfico muy intenso en
estas fechas y tiene un trazado sencillo, a excepción de alguna
travesía, y tramos desdoblados.
Por otro lado, en Cullera se atraviesa el río Júcar, ya visitado
tres días antes en Cuenca, circulando perezoso por los último
meandros que le llevan a su desembocadura; siendo la última
referencia que encontraremos de grandes ríos: nos dirigimos hacia la
zona más árida de la península.
En
Gandía dejamos la costa y empezamos a subir hacia las cumbres de las
comarcas
centrales de la Comunidad Valenciana por la CV-60.
Como en sus primeros kilómetros se trata de una autovía, ésta
asciende sin grandes virajes, ni siquiera en el tramo donde aún es
una carretera convencional. Cerca de su final, en Montaverner, enganchamos con el corredor definido por la antigua N-340,
la carretera más larga de la red de carreteras del Estado y que se
apoya en otra ruta aún mucho más antigua, la Vía
Augusta romana.
Así que siguiendo los pasos de los elefantes de Aníbal y de los
comerciantes romanos después, enfilé el puerto de Albaida con la
luz de reserva recién encendida y el puño roscado pero a 60 ó 70
km/h hasta hacer cumbre y poder escapar de un camión que amenazaba
con engullirme. Apuré hasta la entrada a Alcoy, que atravesé de
punta a punta recordando cuando hace 30 años recorría con mi padre
estas comarcas debido a su trabajo. A partir de aquí, todo el
recorrido lo habré transitado en mi niñez a bordo del Renault 18
GTD ranchera verde que usaba mi padre para el trabajo (era un buen
bicho, el coche). Y es realmente a partir de Alcoy donde el camino
vuelve a ser divertido prácticamente hasta el final de la etapa en
Elche.
Entre Alcoy y Jijona la N-340 circula por el espectacular barranco de
La Batalla y enfila luego el puerto de La Carrasqueta (aunque aquí
la carretera ha pasado a denominarse CV-800)
A un paso del mar se encuentra este puerto de 1.020 m de altura, cuya
vertiente sur (una cornisa colgada casi en la cumbre) se divisa desde
las playas de Arenales del Sol, allí donde espero pasar las próximas
tardes; como un corte largo y ligeramente inclinado allá lejos en la
montaña.
A partir de aquí el paisaje empieza a cambiar abruptamente, los
bosques de los lados norte de las sierras se convierten en las vertientes de solana del sur, parajes
cada vez mas secos y áridos. Estamos acercándonos a donde de verdad
casi nunca llueve.
El descenso de La Carrasqueta hacia Jijona es aún más divertido que
su ascenso, y es que el lado sur es más accidentado hasta la misma
entrada a la ciudad del turrón, con una sucesión de curvas a 180
grados más que notable. Tras atravesar la población siguiendo las
indicaciones a Tibi se asciende de nuevo un puerto (aquí la aguja de
la temperatura volvió a subir ligeramente por encima de lo normal,
como ocurrió durante la calurosa primera jornada) por la CV-810. Es
una carreterilla con rampas entre pequeños bosques de pinos y curvas
rápidas en «S» que
cuando desciende hacia Tibi (donde está una de las presas más
antiguas de Europa) se complica con 4 curvas de 180 grados entrando
al pueblo.
Después de Tibi se siguen las indicaciones hacia la A-7, donde hay
que entrar y salir (por aquí cerca se puede subir al Balcón
de Alicante, un lugar con unas vistas espectaculares sobre la
ciudad) para seguir por la CV-827 camino de Agost. Esta carretera
circula a media ladera por un paraje duro y semidesolado, con una
gran cantidad de curvas para todos los gustos donde disfruté
muchísimo tumbando entre laderas de arcillas rojas e irisadas, un
paisaje muy característico de esta zona de la provincia, y
especialmente en toda la cuenca media del Vinalopó.
Ya, una vez que se atraviesa Agost, hemos dejado atrás las montañas
(salvo la bajada desde Aspe a Elche) y circulamos tranquilamente por
las carreteras comarcales y locales más concurridas de esta zona del
Vinalopó medio. Hay que atravesar Monforte del Cid y Aspe por la
CV-825 y a continuación el trámite de glorietas y curvas de la
CV-84 entre Aspe y Elche para volver a divisar el mar cuando se entra
por el norte de Palmeralandia.
En los últimos años he hecho
muchos viajes y miles de kilómetros por carreteras de medio planeta,
menos de los que hubiera querido pero más de los que un asalariado
corriente con los días de vacaciones justitos suele hacer.
He recorrido toda la rivera norte
del Mediterráneo, visitado los Balcanes, cruzado Estados Unidos de
costa a costa, llegado hasta la capital de Mongolia atravesando toda
Asia Central, alcanzado el finisterre
del norte europeo en Noruega y bajado un par de veces al moro.
Todo
esto lo he hecho sobre cuatro ruedas (en turismo, monovolumen e
incluso en ambulancia -el Mongol Rally
en 2011-), disfrutando del confort del aire acondicionado, con
espacio para llevar una botella de agua fresca o unas galletitas para
matar el gusanillo y todo el utillaje necesario para acampar y
montarte un picnic en
cualquier parte; además de con mi música, la que hace que las horas y los
kilómetros pasen sin darte cuenta.
Algunos
de esos viajes los hice acompañando a motoristas, quijotes de la
carretera que llevan el espacio justo para el equipaje, que han de ir
atentos a la climatología para saber qué ropa usar, expuestos a
las ráfagas de aire lanzadas por la atmósfera o los vehículos
pesados; y generalmente solos a lomos de sus motocicletas. Y no me
atraía demasiado el mundo motero, desde la comodidad de mi asiento
en el interior de un coche, ¿qué atractivo puede tener subirse a
una moto?
Sin
embargo la necesidad me llevó a comprarme una moto para ganar tiempo a la
vida apretada de Madrid (yo que venía de ir andando al trabajo en
Valencia), una scooter
con la que burlar los atascos de la M-30, regalo con el que me
obsequió la moda detestable de llevar los centros de negocios y las
oficinas a complejos empresariales de las afueras, lejos de los
lugares donde vivimos y de los centros urbanos donde ocurre la vida y
está lo que nos interesa. El caso es que me compré una Vespa de 125
cc para que mi vida en la Villa y Corte no terminara de ser el
infierno alienante total hacia el que se encaminaba a lomos de
atascos en la M-30 o transbordos entre metros y autobuses.
Por
tanto, mi llegada a las dos ruedas fue circunstancial, por
necesidades urbanas diarias, algo de lo que algunos moteros dicen que
no es ser motero: moverse en scooter
por la ciudad para evitar los atascos no es ser motero, según
algunos. A mí sinceramente me la repanocha. Sé que me ha dado vida,
he ganado tiempo y libertad diaria y me ha picado el gusanillo de
lanzarme a la carretera para viajar de forma diferente. Éste
es el segundo año que afronto mis vacaciones con un desplazamiento
en moto, y me está gustando. El año pasado decidí realizar mi
visita familiar a Elche desde Madrid en mi Vespa urbana y modesta. Y lo disfruté. Tanto que meses después hice una escapada a Jaén desde
Madrid también sobre las dos ruedas y este año he repetido mi viaje
a Elche en Vespa.
En
primer lugar, una pequeña presentación de mi cabalgadura.
Yo
necesitaba un vehículo con el que poder culebrear entre el tráfico
de Madrid sin tener que pensar en sacarme otra licencia
de conducción. Además, yo no tenia vocación motera, así que la
respuesta a mi necesidad era una scooter
automática de 125 cc. ¿Y por qué una Vespa? Pues ya que hacía la
broma la hacía con cierto estilo. La Vespa tiene la personalidad de
las que otras motos pequeñas carecen, y la que me compré casi me
llamó a gritos desde que apareció frente a mis ojos en la tienda en
la que entré a preguntar (imposible conseguir una GTS de 125 de
segunda mano, vuelan en cuanto salen a la venta). Tuve que decidir
entre la LX o la GTS, pero casi desde el primer momento tuve claro
que sería la segunda, ya que dentro del pequeño tamaño de estas
motos en el mundo de las 125, la GTS es más culona que su hermana y
te da más visibilidad y presencia, aunque su mayor peso le quite
algo de reprís.
Así que mi moto fue una Vespa GTS Supersport
gris titanio de aspecto deportivo.
Vespa
en posición María del Monte: «A
la sombra de los pinos»
Mi
conocimiento en el mundo de las motocicletas es nulo, así que poco
puedo decir de las prestaciones del motor de inyección electrónica,
sus frenos o amortiguación. Sólo decir que cumple sin problemas lo
poco que por ahora le pido, aunque es cierto que en autovía o
carreteras nacionales va justa cuando la pendiente sube hasta el 5% y
se me viene abajo. Llaneando se pone sin problemas a 110 (según el
velocímetro, que realmente son 100 km/h). Es de destacar el consumo,
siempre por debajo de los 3,5 l/100 km , y la potencia de sus faros,
que permiten conducir de noche con total tranquilidad.
EL
VIAJE (día 1: Madrid-Cuenca)
Un
viaje de estas circunstancias, con una ruta recomendada de 400 km por
autovía no es el tipo de viaje para hacer con una Vespa. Sería de
una monotonía mortal. Lo suyo es buscar carreteras secundarias y
nacionales poco transitadas, recorrer ese otro camino en el que el
paisaje está más cerca de la ruta, donde la vía forma parte del
territorio y no es tanto una cicatriz sino una forma de entender el
país o la comarca: Hay vida más allá de las autovías.
El
año pasado hice la ruta Madrid-Daimiel-Aýna-Elche en un sentido y
Elche-Alcalá del Júcar-Lagunas de Ruidera-Madrid en el inverso.
Esta vez quería pasar por Valencia y hacer un recorrido que hace
unos meses me quedé con ganas de hacer: ir a Valencia desde Madrid
por Cuenca, casi una línea recta por el corazón de la Alcarria y
por el sistema Ibérico. Y allá fui.
Intentar
salir de Madrid por carreteras que no sean una autovía es muy
difícil, una especie de via
crucis
de semáforos y glorietas de polígonos industriales: hace unos meses
hice el ensayo de salir hacia Cuenca para aprenderme ese camino, por
en medio de Vicálvaro, y tardé una hora en llegar a Anchuelo. Vale
que quiero viajar despacio, pero no que se me haga de noche sin haber
salido de la provincia. Así que cuando ese viernes salí del trabajo
a las 13:30 me monté en mi Vespa y me lancé a la M-30 y la A-2
confiando en no ser devorado por el tráfico que huye de la capital
del reino un viernes de agosto. Fueron los primeros 23 km de la A-2,
hasta Alcalá de Henares, los que hice por dicha autovía (el año
pasado fueron 50 hasta Aranjuez por la A-4). Estos tramos de
carreteras de alta capacidad cercanos a la capital no me parecen
conflictivos en lo que se refiere a peligro de alcances, puesto que
la velocidad suele estar bastante condicionada por el tráfico y las
múltiples entradas y salidas. Es cierto que hay que andar con mil
ojos porque hay mas actores y elementos involucrados, incluyendo los
movimientos de trenzado, con lo que uno desea llegar lo antes posible
a las carreteras casi desérticas. Y eso ocurrió en cuanto en las
inmediaciones de Alcalá de Henares dejé la A-2 y la M-300 hacia
Pozo de Guadalajara por la M-213.
Es
el lugar donde se te enciende la luz de reserva y ves que los pueblos
están desiertos y sin rastro de gasolineras (afortunadamente
comiendo en Anchuelo comprobé que dentro del radio de acción de mi
depósito y en mi ruta había una estación de servicio).
Normalmente
antes de comenzar un viaje me gusta cotillear las imágenes de
Panoramio
y de Streetview
para tener una idea de qué me voy a encontrar (a veces soy demasiado
buscador de spoilers),
y así hice pensando que a
la hora de parar a comer estaría por esta zona entre Alcalá de
Henares y Pozo de Guadalajara. Quería
comprobar si se veían bares al paso de la carretera por los pueblos
de este tramo (Anchuelo, Santorcaz y Pozo de Guadalajara), cosa por
otro lado algo estúpida: hay bares en todos los pueblos de España a
la orilla de la carretera.
Días
antes vi que en Anchuelo había un mesón junto a la ruta y pensé
que podría parar a comer allí. ¡Qué descubrimiento el Mesón
López! Al menos la oreja y la forma de aliñarla. Sé que volveré.
Para qué comer lechuga si tienes oreja bien aliñada.
Con
la barriga llena, el calor del mediodía y un fuerte viento de
Poniente anunciando posibles tormentas en el cielo plomizo reinicié
mi camino. Hasta pasado Pozo de Guadalajara (donde llené el
depósito) no hay nada reseñable, pero a partir de esta localidad el
camino se pone divertido. La CM-2027 hacia Aranzueque tiene una
bonita sucesión de curvas entre encinares en la que pude probarme y
casi di alcance a una moto más potente que me había pasado en las
primeras rectas de esta carretera. Aún así, en estos entornos
rurales hay que ir con cuidado, puedes encontrarte con maquinaria
agrícola a la vuelta de una curva o que el firme esté resbaladizo
porque hayan caído restos de grano desde un remolque . Eso me lo
encontré allí, especialmente en las curvas con mayor peralte.
Llenan los remolques más de la cuenta y luego van perdiendo carga en
los lugares más peligrosos para los motoristas. Cuidado si circuláis
por estas zonas.
A
partir de Aranzueque la ruta cambia totalmente. Desde aquí y hasta
Cuenca las dos siguientes carreteras son amplias, bien asfaltadas y
con trazados corregidos. La primera es la CM-236 siguiendo el valle
del Tajuña hacia el noreste (con viento de cola en mi caso), y la
segunda es la N-320, que sólo presenta un pequeño cuello de botella
en la zona de Entrepeñas.
La
carretera N-320 es una especie de alternativa a la A-3, A-31 y AP-36
para aquellos que vayan sin prisas más al norte de Madrid. Una ruta
interior que une las tres capitales manchegas orientales (Albacete,
Cuenca y Guadalajara) con la A-1 en Venturada. El tramo que hice yo
atravesando la comarca de La Alcarria, teniendo que saltar de valle
en valle (éstos estan alineados perpendicularmente a la dirección
de la ruta), estaba en perfecto estado, con variantes en casi todas
las poblaciones, trazados rectificados y cruces a distinto nivel. Uno
de los puntos donde no se dan estas condiciones ideales (para una
conducción relajada y aburrida) es el entorno de la presa deEntrepeñas. Como su propio nombre nos indica, la presa está situada
entre dos peñas en las que se apoya y entre las que encierra el agua
embalsada. El único camino para cruzar sobre el río Tajo es por
encima de la presa, con lo que la carretera ha de ascender hasta la
cota de coronación de la estructura para luego atravesar mediante
túneles ambas peñas en las que se apoya. Es una configuración
típica de muchas carreteras que atravesaban un río aprovechando
alguna garganta más estrecha y donde con el tiempo se ha realizado
una presa sobre la que ahora circula la ruta. Pues bien, la subida
hacia Entrepeñas desde Guadalajara tiene su punto divertido.
Entre
este punto y Cuenca hay varios lugares interesantes, uno de ellos es el
Monasterio de Monsalud en Córcoles, pasado Sacedón, y cuyo interior
es visitable los fines de semana. Como había leído que está
declarado Bien de Interés Cultural, aproveché que está muy cerca
de la carretera para acercarme a echar un vistazo aunque estuviera
cerrado. Se accede por la entrada a Córcoles, sin necesidad de
atravesar el pueblo, por un caminillo en un estado mejorable y una
entrada al monasterio (lo que queda del mismo) mediante unos pocos
metros de camino en pendiente y con gravilla (está indicado). Desde
luego no es la alfombra adecuada para las ruedecillas de mi Vespa,
pero llegué sin problemas.
A
partir de Alcocer ya se atraviesan los pueblos o se rodean
mínimamente, con lo que se puede apreciar mejor la pizarra usada en
las construcciones de esta comarca. Paré a tomar un refresco en
Cañaveras (La
buena mesa,
con pino a la orilla de la carretera, vacío a esa hora, atendido por
la hija de la dueña y el novio fuera de la barra indicando a la
muchacha que al menos me pusiera un vaso con hielo para el
refresco... Vi sacos de cacahuetes, con cáscara. No puedo dar más
datos).
Justo
a la salida de Cañaveras la carretera se empina al 5%, con lo que
tuve que acometer esta pendiente sin ninguna inercia al reemprender
mi marcha desde La
buena mesa.
En esa subida, casi coronando, fui engullido
por un camión ya que la Vespa no pasa de 60 km/h en esas
situaciones (hay que subir sin prisa y con paciencia, vigilando por
el retrovisor que no venga nadie demasiado encendido).
Seguí
la estela del camión, y de otro turismo con una conductora muy
prudente que no consideró adelantarlo en ninguna de las ocasiones
que tuvo, durante 18 km hasta Villar de Domingo García. Un tramo con
curvas abiertas descendentes en las que no me costó seguir a estos
dos vehículos. A la salida de Villar pude adelantarlos aprovechando
la menor aceleración del camión y poner tierra de por medio a pesar
de un par de rampas en las que pensé que volvería a pillarme.
A
partir de aquí fueron unos 25 km tranquilos hasta Cuenca, incluyendo
la entrada por la A-40 para evitar a un autobús que en el enlace
entre esta autovía y la nacional tiró por la segunda echando un
humo más negro que el de Lost.
Esa
tarde en Cuenca, donde ya había estado en otras ocasiones, descubrí
que viajar en moto te permite, después de tomar posesión de tu
habitación de hotel (cuartucho de pensión en mi caso), subir con tu
misma moto hasta el centro del cogollo (en este caso un aparcamiento
para motos en lo alto del casco antiguo a la sombra de la catedral)
sin necesidad de ir a pie (que puede ser un inconveniente si vas
falto de tiempo) o de preguntar por transporte público (si la ciudad
es grande). Cuando llegas a una ciudad en coche no te planteas luego
callejear, lo aparcas y te olvidas de él, pero con la moto me animé
a buscar algún sitio para hacer una foto chula (dentro de mis
posibilidades y desconocimiento) y escalar por las calles
adoquinadas, empinadas y reviradas de Cuenca hasta la misma catedral.