En la habitación contigua se
escuchó un nuevo suspiro. Entre divertido y resignado me pregunté por qué era
yo quien dormía en el sofá, ajeno a lo que ocurría en mi cama.
Tengo fama de
buen anfitrión, y me enorgullezco de ello. Cada vez que una visita se deja caer
por mi casa abstrayéndome de la sucesión de días y semanas idénticos entre sí,
de esa existencia que tiende incorruptible a la nimiedad más ninguneante, me
calzo mis botas de guía turístico, mi gorro de cocinero despreocupado de desayunos
dominicales, mis gafas de conocedor de los bares más peculiares; y me uno al
entusiasmo de mi huésped por descubrir la ciudad como si fuera la primera vez
que la exploro, pero con la seguridad de quien sí tiene recuerdos de ese lugar.
En esta
ocasión, y aunque mi visitante tenía su propio hotel en el mismísimo centro de
Madrid, no desaprovechamos la ocasión de ponernos al día. Con la complicidad
que dan los años tras el último encuentro y la camaradería que favorecen los
kilómetros de océano entre ambos (no me neguéis que hay veces y circunstancias
en las que es más fácil sincerarse con un desconocido o con un amigo remoto y
con el que pasan meses o años entre encuentro y encuentro), recorrimos la
calles de la ciudad, frecuentando bares ya conocidos y terrazas inéditas en
aquel agosto, caluroso como todos pero insoportable como ninguno (hasta que
llegara el próximo verano).
El porqué de
nuestros por qué, los recuerdos de la última vez que nos creímos felices,
algunas mentiras divertidas de hazañas pasadas y relatos de los viajes hechos y
pendientes iban poniendo la banda sonora a nuestras paradas de copa en copa ‑gin-tonic un servidor y orujo mi
compañero azteca‑. Admiramos el paisanaje desde La Terraza de la plaza de la Puerta Cerrada, paseamos por la calle
Segovia para desembocar por La Costanilla de San Pedro en La Francesa, ya sin micheladas
en la carta; creyéndonos personajes light
de alguna vieja canción de Sabina. Pero los años ochenta terminaron tiempo
atrás y nosotros jamás seríamos unos canallas románticos capaces de quemar la
noche madrileña. Así que, obligados por la responsabilidad hacia las
ocupaciones del día siguiente, no tardamos en decidir que era hora de que cada
uno de nosotros volviera a su alojamiento.
Decidí guiar a mi compañero hasta su hotel, no sólo por nobleza de buen anfitrión
sino por la necesidad de seguir paseando el alcohol de las cervezas y vino de
la cena, y el de las copas posteriores.
Apenas
pasaban unos minutos de la una cuando parecía que la noche terminaba temprano en
la plaza de Pontejos con la normalidad de un viernes cualquiera y civilizado.
Sólo lo parecía.
–Do you speak English? –fue la pregunta
mágica que cualquier coleccionista de huéspedes a los que agasajar está
deseando responder.
Dos muchachas
nos inquirían por un bar cuyo nombre llevaban apuntado en unas pulseras a modo
de cruceristas. Nada que mi smartphone
no pudiera responder. Era un poco más allá de la puerta del lujoso hotel de mi amigo, pero éste no dudó en pasar de largo sin hacer ostentación y acompañarme
en mis servicios de guía cuando las muchachas, recién aterrizadas en Madrid, se
ofrecieron agradecidas e inocentes a invitarnos a un trago.
El garito en
cuestión era un abrevadero detrás de Sol para guiris borrachos, y aunque para
nuestro desconsuelo las perdimos nada más entrar al local, enseguida volvieron
a arrastrarnos tras de ellas hacia la calle, inquiriéndonos por algún lugar más
tranquilo en el que poder hablar, a ser posible al aire libre. No hay nada más
valioso como el espacio público sin techado para una irlandesa y una polaca que
sufren la climatología de Dublín. Así que mi amigo me miró con los ojos
abiertos, pidiéndome en silencio como quien reza a sus santos de cabecera, que
me sacara de la manga un sitio de las características que demandaban nuestras
huéspedes improvisadas.
Encabecé la
expedición de vuelta hacia La Latina, sin ninguna idea clara en la cabeza pero
confiando en que el bar deseado se anunciara frente a nosotros. Mientras tanto
fuimos chapurreando con ellas bromas sin mucho sentido y apreciaciones sobre la
bondad de El Museo del Jamón, al que
como buenas extranjeras querían ir en algún momento. También, y para regocijo
de mi compañera polaca de paseo, me ofrecí a ejercer de guía turístico para
ellas el día siguiente.
Desde Imperial
y Latoneros desembocamos en la Cava Baja hasta que El Viajero, lugar que siempre intento esquivar por estar demasiado
de moda, se me apareció salvador. Estaban cerrando la terraza, pero dentro aún
podíamos tomarnos una cerveza. Y sería mejor así, puesto que las risas de mi colega y la voz estentórea de la irlandesa, corta de estatura pero de
redondeces y cuerdas vocales contundentes; podían buscarnos en cualquier
momento los improperios de algún vecino.
Frente a mí
se sentó la muchacha del este. Alta y delgada, dominaba el inglés y el francés
además de su lengua natal, doctora en Economía y coautora de una publicación
sobre la economía del chocolate… Pero no me vine abajo ante tremenda
adversaria. Mi compañero y yo sacamos a relucir nuestra ocupación como
escritores y nuestros respectivos títulos (doctor y master en Ingeniería respectivamente) para afirmar que no pertenecíamos al
colectivo de descerebrados que evitaron al huir en el primer antro al que
entramos.
No sé en qué
momento entre la primera y la segunda cerveza mi compañero y su inglés básico
hicieron confesar a la guerrera irlandesa que era lesbiana y que por tanto no
intentara nada con ella. No sé en qué momento de la charla salió a relucir la
diferencia entre la fonética de las lenguas eslavas y romances, y la nueva
confesión de la pequeña irlandesa de que su amiga esbelta y con cara de niña
era la lista de las dos. Me gustaría saber cuál fue el giro de nuestras
conversaciones cruzadas que hizo que esas dos turistas jóvenes, recién llegadas
a una ciudad desconocida, se convencieran de que podían fiarse de los dos
individuos con estudios e inquietudes literarias, pero aleatorios, con los que
se toparon en una calle oscura una hora antes; pero el caso es que cuando nos echaron
de El Viajero, bajé decidido por la
calle Toledo en busca de La Bámbola.
No les pareció mal tomar otra.
Eran las tres
menos veinte y la persiana de aquel garito un tanto vicisitúdico estaba echada,
con lo que nos quedábamos sin balas en la cartuchera.
–Well, it’s close but… –les dije no muy
convencido–. I have at home a bottle of
tequila he has brought me from Mexico –aventuré señalando a mi asombrado
compañero–. I live ten minutes from here,
by feet.
Mientras
bajábamos por la calle Toledo hacia el paseo de Pontones, nos mirábamos como
dos niños que no se creen que van a visitar a Papá Noel en Rovaniemi. Tan solo
tuvimos que decirles que no íbamos a matarlas para que se decidieran a tomar la
última copa en mi casa.
Con la joven
doctora polaca cogida de mi brazo, descendía los escalones del parque cercano a
mi apartamento, concentrado en no decir ninguna tontería ni dar el paso en
falso que hiciera desvanecerse aquella historia que seguramente contaría más de
una vez en los próximos años. Así de falto andaba en aventuras.
Cuando
introduje la llave en la cerradura de la puerta traté de hacer memoria sobre la
última vez que entré a casa con una mujer recién conocida que accediera a
fiarse de la bondad de mis intenciones más lúbricas. Parecía que hubiera pasado
una vida entera desde aquella ocasión.
Mis alertas a
que todo estuviera en su sitio y en apartar discretamente de la vista todo
aquello que pudiera descubrir mi realidad de soltero desordenado y relajado en
las costumbres más escrupulosas de limpieza, desplazaron sin dificultad los
recuerdos de mi inactividad canallesca: tenía que ser práctico y dejarme de
lamentos por el pasado reciente.
Por fortuna,
éste había sido uno de esos viernes extraños en los que tras la siesta me
apliqué en las tareas ingratas del hogar, adelantando incluso el cambio de las
sábanas, como si mi inexistente sentido arácnido me hubiera precavido de la
posibilidad de una visita de actitud horizontal.
Dirigí a mis
improvisados huéspedes al salón (cosa sencilla en un apartamento de apenas
cincuenta metros cuadrados) y busqué el tequila Siete Leguas con el que mi colega de correrías me agasajó con su
visita desde su Jalisco natal. He de confesar que soy más de combinados y de
bebidas de baja graduación (prudencia consciente frente a las inconsciencias
más ocultas que revela, o me rebela, el exceso de alcohol en sangre), pero un
regalo es siempre bienvenido, especialmente cuando te sirve a ti mismo para
adornarte con tus invitados a base de bebidas originales traídas en valija amistosa
desde lugares lejanos.
En esta
ocasión parecía que se cerraba el círculo. Eso me barruntaba, correteando por
ambos hombros, mi diablillo de las oportunidades a balón parado mientras
presentaba la botella de tequila, excusa y motivo de aquella reunión insospechada,
a los doctores y la irlandesa amante de mujeres.
Mi amigo, con
la botella en sus manos y la tranquilidad de quien no tiene nada que perder y
sí mucho que enseñar, comenzó a explicar las bondades del producto e
idiosincrasia que rodea su consumo allá en su país. Yo, mientras seleccionaba
las copas en la cocina, iba ayudándole con la traducción simultánea cuando él
se atascaba con alguna palabra o expresión que no quería salir en inglés de su
boca.
Nuestras
nuevas amigas se miraban divertidas y sospeché que se preguntaban si todo
aquello estaba ocurriendo realmente.
Cuando volví
a la mesa del salón (la necesidad de cambiar de sofá, que renqueaba de ambas
patas delanteras, se desveló urgente aquella noche) vi que él había tomado
posición acorralando a la irlandesa, así que continué sin pena el papel de
galán de la única mujer heterosexual del cónclave, sentándome en la silla que
quedó libre a su lado.
Mi compañero
comenzó entonces el ritual de describirnos la forma correcta de beber tequila,
reprendiéndonos por el ansia desafortunada con que lo tomamos a este lado del
Atlántico, a recrearse en la definición de los matices que uno u otro tipo de
agave da al retrogusto que deja la bebida en boca cuando expelemos el aire del
esófago, impregnado en su aroma. Yo me afanaba por buscar las expresiones más
cercanas en inglés a su detallada exposición. No estaba seguro de la exactitud
de mi trabajo como intérprete a una lengua cuya pronunciación me produce
sudores fríos, pero el caso es que nuestras dublinesas asentían con interés y
repetían nuestros gestos como si estuvieran co-oficiando un rito milenario que
hubieran de observar paso a paso para alcanzar el nirvana prometido por el sumo
sacerdote desde lo alto de la pirámide de Teotihuacán: beber trago corto, sin
prisa, dejando que calentara la boca, saboreando lo que a este lado del océano
tragamos a puerta gayola sin ser conscientes de todos los colores que se
esconden tras su alta graduación.
La toma
académica continuó al ritmo marcado por mi compadre hasta que de una forma
natural la conversación se bifurcó en dos charlas independientes, aunque
volviera a confluir de tanto en tanto por el sendero más tortuoso:
–¿En serio?
¿Ustedes nunca se besaron? –preguntó de repente, y escandalizado, mi amigo a
algo que le había dicho la irlandesa.
–Why
should we do it? –respondió la polaca–.
I mean, we are roommates and friends. Just that.
–My
feelings about her are absolutely platonic –confirmó su amiga–. She is too smart and pretty for me.
–¡Bah! ¡No me
vengan ahora con chingaderas! Es un beso, una muestra de cariño, no más
–insistió él por un camino que a mí me parecía improcedente.
–No way! –respondieron ambas.
El caso es
que los caminos del alcohol son inescrutables, y la sugerencia de mi compadre
dio como resultado que para que aquellas dos muchachas jóvenes se mostraran su
afecto delante del público seleccionado que acababan de conocer, él y yo
también nos besáramos, ¡dos veces!, y aunque los criollos de aspecto eslavo no
fueran mi tipo; para mostrar así la naturalidad con la que dos heterosexuales
del montón podían tocarse. Efectivamente ellas nos imitaron, pero no podría
asegurar con total convicción si aquello sirvió para que el camino hacia la
relajación y compadreo definitivo se instalara entre ellas y nosotros.
Las
conversaciones volvieron a divergir. La que me interesaba a mí terminó por
desembocar en Literatura, aunque tengo ciertas lagunas que sin duda me
impedirán seguir con fidelidad en el futuro parte del camino argumental que
recorrí aquella noche calurosa de agosto. Es más, no sabría precisar si lo que
viene a continuación fue previo o posterior a la escena del beso.
Recuerdo que
intenté traducirle un relato llamado Zyclón
B, cuyo título como polaca le llamó la atención en el índice de mi segundo
libro. Recuerdo que mi boca estaba cada vez más cerca de su oreja con la
excusa de entendernos por encima de la voz grave y potente de su compañera de
piso. Recuerdo que no huía de mi mano cuando empecé a tomársela. Recuerdo que
cuando acariciaba furtivamente su cuello me lo mostraba aún más agachando la
cabeza sobre mi muslo, fingiendo vergüenza. Recuerdo que cuando se escandalizó
por la forma en que su amiga lesbiana comenzaba a congeniar con mi amigo, se
dejó besar, primero en la mejilla, tras mi «a
kiss is just a kiss». Recuerdo que a pesar de su «no more tequila» ella correspondió ese beso. Recuerdo que todo iba
despacio, como a veces deben ir estas cosas, hasta que mi compinche necesitó mi
servicio de traducción para sugerir que él y su interlocutora quizá deberían
irse a su hotel para dejarnos a solas en mi casa a mí y a la joven doctora.
Pero si
tenían algo claro, especialmente la parte inteligente de nuestra pareja de
dublinesas, siempre en guardia, es que en ningún momento dejarían de estar bajo
el mismo techo. Esa determinación, en una lectura laxa, no implicaba
obligatoriamente tener que permanecer en la misma habitación, puesto que los
hechos se precipitaron. Ante la declinación de su oferta, mi amigo asumió que
habría de apañarse allí mismo, así que mientras yo seguía con mis movimientos
envolventes de baja intensidad, tejiendo una tela de araña confortable para la
muchacha de piernas largas, su piel cada vez más cerca de la mía; los otros dos
se levantaron y desaparecieron hacia mi habitación
Me prohibí
preguntar sobre la veracidad de la tendencia sexual de su compañera, pero mi
amigo se disponía a culminar el asalto improbable mientras yo desarrollaba un
trabajo paciente para descubrir a mi partenaire
que realmente quería yacer conmigo y estrechar así los vínculos entre el este y
el oeste del continente. Ahí empezó la lucha cuerpo a cuerpo, una batalla
dialéctica y sensorial entre besos en la que ella argumentaba que no era «that kind of women» y yo le replicaba
que no me gustaba poner etiquetas. Pero me respondía con otra etiqueta para
expresar la realidad de lo que estaba ocurriendo: dos tipos aleatorios a los
que preguntar una dirección y ahora, tres horas después, ella estaba sobre uno
de ellos besándose en el parqué del salón de un apartamento en una zona
desconocida de una ciudad que visitaba por primera vez, ¡ese mismo día! «This is so random».
Yo me bregaba
en insistir entre caricia y beso que no se enmarañara, que se dejara fluir, pero
ella replicaba que era una mujer demasiado complicada como para atender a
filosofías baratas: «That’s bullshit!».
Entonces yo rehuía de sus besos de compensación y ella volvía a lanzarse sobre
mí olvidando lo anterior en un tira y afloja que me llevó desde su cuello a sus
pezones grandes y excitados. Se dejaba manipular, todo parecía que por fin
fluía, hasta que me equivocaba en la combinación secreta para abrir la caja del
tesoro y volvía a enrocarse en su «I’m
not that kind of girl, this is so random».
En retirada
estratégica la invité a tumbarnos en el sofá, abrazados, a pesar del peligro de
romper definitivamente las patas delanteras. En el cuarto de al lado su amiga
llegaba al orgasmo. Ella, con una preocupación excesivamente inocente, le
preguntó si estaba bien. Como respuesta tuvimos a ambos, un minuto después, desnudos
en el salón, invitándonos a unirnos a ellos. La visión del miembro flácido de
mi amigo a la altura de mis ojos frenó en seco cualquier tentación que se me
hubiera podido aventurar. Ella se negó.
Un rato
después, con la muchacha joven de aspecto cándido, piernas largas y un
doctorado en Economía dormida sobre mi pecho, y nuevos suspiros de orgasmo
escuchándose al otro lado de la pared; me pregunté por qué era yo quien dormía
en el sofá, ajeno a lo que ocurría en mi cama.
–Mañana
tendré que volver a cambiar las sábanas…