–Y entonces desperté.
–¡Quieto ahí! ¿Me está
diciendo que todo fue un sueño?
–No señor comisario, fue real.
Al menos eso me contó Eva, y he decidido que siempre la voy a creer.
El policía hizo ademán de
levantarse del sillón, pero barruntó una maldición ininteligible y
mantuvo su escritorio como barrera física entre el detenido y su mal
humor. Los días lluviosos siempre sufría dolor de cabeza, y eso le
agriaba el carácter. Mucho.
–Malditas bajas presiones
–masculló mirando la lluvia que caía en el patio interior de la
comisaría–. A ver, empecemos de nuevo, deje de apelar a las
circunstancias inconfesables y recuerde su circunstancia actual
–recalcó abriendo los brazos, queriendo abarcar desde dentro el
edificio entero–. ¿Qué hacía usted en un piso franco de un grupo
de extrema derecha?
El detenido miró también hacia
la ventana y amagó un mohín de nostalgia.
–Fue por la lluvia –comenzó–.
Yo andaba con paraguas y ella no, así que le ofrecí atravesar
conmigo el paso de cebra hasta los soportales del otro lado de la
calle.
–¿Arapiles?
–Sí, iba a una reunión de
trabajo allí mismo.
–Pero usted no fue a esa
reunión, las cámaras de seguridad del Corte Inglés muestran que
entró con ella al establecimiento.
El hombre sonrió de una forma que
el comisario no supo interpretar si era melancólicamente bobalicona
o sólo pura lascivia. Esa incapacidad de adivinar lo que pasaba por
la cabeza del detenido hacía que se lo llevaran los demonios.
–Me enamoré –declaró–. Fue
un golpe, señor comisario. Se me paró el corazón nada más verla,
luego se aceleró como un potrillo enloquecido y jovial, y no tuve
más remedio que entablar conversación con ella e inventarme
cualquier excusa plausible para acompañarla a la compra.
El policía abrió la boca para
responder, pero no halló las palabras, así que intentando controlar
el mal humor se recolocó en su sillón y tomó la fotografía de la
interfecta.
–¿Verdad que es un ángel?
–preguntó el otro con caída de ojos.
Por toda respuesta, el comisario
miró al agente que permanecía de pie en la puerta. Éste, ante la
requisición de su superior, se vio obligado a sonreír con cierta
lujuria, refutando los sentimientos del detenido. El comisario evitó
cualquier atisbo de complicidad con su subordinado y volvió la vista
al detenido.
–Señor mío, ¡déjese de
gaitas! Usted acompañó a la señorita Brown a comprar productos
químicos para fabricar artefactos caseros de gran poder destructivo.
–Pero oiga, es que no llegué a
fijarme en nada más allá del movimiento de su cuerpo, sus ojos
luminosos pero aterradoramente hipnóticos, como los de un chamán en
la noche oscura, ¡su voz! ¡Esa voz es un recital comprimido de Las
mil y una noches, señor comisario! Más allá de la punta de sus
dedos no había nada. O el deseo de sus yemas en mi piel, ¡o nada!
¿Cómo iba yo a fijarme en lo que compraba? Me limité a sonreír, a
galantearla.
El policía se echó hacia
adelante, despacio, apoyó los codos en el escritorio, escondió la
cabeza en las palmas de sus manos, contó hasta diez y volvió a
asomar la mirada hacia el detenido Éste sonreía con la convicción
del estúpido feliz.
–Estado de imbecilidad
transitoria –murmuró entonces el comisario, recordando una cita de
Ortega y Gasset sobre el amor–. ¿Será posible llegar a este
nivel? –se preguntó para sí mismo.
–¿Perdone?
–¡Nada! Sigamos. Tras las
compras usted volvió a evadir sus obligaciones laborales y acompañó
a la acusada a la vivienda situada en Arapiles 16.
–Claro, las bolsas pesaban
mucho. Me ofrecí a llevarle la compra.
–Natural… Usted hace
galantemente de mozo de carga de una terrorista mientras sus jefes y
la embajada de su país denuncian su desaparición y están ¡a esto!
–recalcó mostrando los dedos índice y pulgar de la mano derecha–
de montar un conflicto diplomático.
–Bueno, tampoco era para tanto.
–Claro que no, ¡todo una
estupidez! –respondió con sorna–. Aquí el caballerete vive un
romance con la autora intelectual del intento de ¡¡volar por los
aires!! la sede de una empresa del ÍBEX 35 cuando horas más tarde
se reunieran allí los responsables de negocios de la embajada de
Arabia Saudí y de la principal empresa petrolífera de ese país…
¡Y no es para tanto! –zanjó golpeando con ambos puños en el
escritorio.
–Yo…
–¡Usted gaitas! Cuénteme:
¿quién había en ese piso? ¿Cuántos eran? ¿Qué hacían?
–Verá, cuando llegamos no había
nadie. Y eso enfadó mucho a Eva. Dijo no sé qué de que no llegaban
a tiempo. Y me postulé a ayudarla en lo que hiciera falta.
–¿Me está diciendo que se
ofreció a preparar una bomba y un lanzagranadas casero para lanzar
el artefacto explosivo al edificio de enfrente?
–¡En absoluto señor comisario!
¿Cómo voy a querer zanjar mediante la violencia cualquier cosa? Soy
firme defensor del diálogo, de la búsqueda del entendimiento
sincero entre los pueblos y del estado de derecho.
El policía señaló con su índice
derecho al detenido y lo miró estupefacto. El agente de detrás
anotaba en una libreta, asintiendo con admiración a las palabras del
detenido.
–Entonces… ¿Qué demonios
pensaba que quería hacer su admirada Eva?
–Qué sé yo… Entendí algo de
una cena especial porque habló de cocer en su salsa a los cerdos
árabes. Reconozco que me pareció extraño aquel menú porque dudo
que en Oriente Medio y resto de países árabes exista alguna raza de
cerdo, pero yo…
El comisario resopló incrédulo.
–Pero usted sólo quería
encamarse con la señorita Brown…
–Oiga ¿qué dice?
–¡Pinchar, meter, empujar,
chingar, fornicar!
–Señor comisario, ¡no le
consiento que eche al fango del deseo carnal más obsceno el afecto
sincero que siento por Eva!
El policía se echó hacia atrás
apoyándose en el respaldo del sillón y, por primera vez en todo el
interrogatorio, sonrió.
–Usted es como todos, no me
venga con esas.
–¿Qué quiere decir?
–Llevábamos
semanas siguiendo a esa célula terrorista, tenemos grabaciones de
todo lo que se ve por las ventanas del piso desde donde planeaban
atentar. Ustedes, fruto de su fogosidad, olvidaron bajar las
persianas, o siquiera correr las cortinas.
–Entonces... –el hombre
enrojeció y apenas pudo titubear–. ¿Tienen todo filmado?
El comisario sonrió con media
mueca. El detenido miró hacia atrás buscando la complicidad o la
comprensión del agente que anotaba sus palabras, en la puerta. Éste
le guiñó un ojo picarón y puso una mirada que decía con claridad
«Eso da para paja».
–Cuénteme –prosiguió el
comisario desde la calma de quien sabe que tiene a su interlocutor
acorralado–, ¿en serio no sospechó nada cuando tras sus repetidos
coitos llegaron los camaradas de la señorita Brown y montaron el
pollo al verle allí?
–Y al ver el pollón –murmuró
el agente desde la puerta.
El comisario lo fulminó con la
mirada.
–Pensé que eran celos de
admiradores viendo cómo la mujer amada ha decidido entregar su más
preciado tesoro a otro hombre.
El agente anotó: «Cursiladas
decimonónicas varias».
–Simplemente una chiquillada
–siguió–, unos pobres exaltados que con la madurez sabrán
reconducir la rabia y el ímpetu de la juventud.
–¿Eso pensó cuando discutían
entre ellos que querían ser el azote de, cito textualmente lo que
dijeron en su presencia: «los putos saudíes»? ¿Pensó que era una
chiquillada cuando reprocharon a la detenida que todo se echaba a
perder porque su jefa estaba entregada al sexo más sucio con alguien
como usted?
–¡Oiga! ¿Qué quiere decir con
eso de «alguien como usted»?
–¡Usted es negro, copón!
–estalló el comisario–. Una supremacista de ultraderecha, la
líder de una célula terrorista que pretendía atentar contra
representantes diplomáticos saudíes porque piensan que son basura,
que son, vuelvo a citar textualmente: «pastores de camellos con
suerte, nuevos ricos, gente inferior como los negros pero en vago»…
Repito, ¿pensó que era una chiquillada que los energúmenos capaces
de proferir tales barbaridades reprocharan a su líder que se
sometiera en la cama a un ciudadano negro?
«Y en el sofá, la mesa del
comedor, la encimera, la alfombra…», anotó el agente con una
sonrisa de admiración.
El detenido tomó aire y
reflexionó unos segundos.
–Señor comisario, yo, como el
que más, y dada mi situación de minoría racial en este país y de
ciudadano en riesgo de exclusión…
–¿Pero qué me está contando,
por Dios y por la Virgen? Es usted alto directivo de una gran empresa
tecnológica. ¡Gana más dinero que yo!
–¡Otro prejuicio! Como soy rico
y estoy bien posicionado, no tengo derecho a incluirme entre los que
conforman mi minoría. ¿No ve que estoy doblemente excluido por ser
una minoría social dentro de una minoría racial?
–¡Juro que le enchirono por
error en un Centro de Internamiento de Extranjeros, así por mis
cojones morenos! –amenazó– ¡Al grano!
–Le estaba contando que nadie
cree más que yo en el estado de derecho, en la democracia y en las
reglas de juego constitucionales para arreglar los problemas que
acucian a nuestra sociedad, que incluso en otras naciones de ética
gubernativa cuestionable, hemos de defender la transición pacífica
mediante consensos hacia regímenes de libertades como el que gozamos
en este país en el que estoy tan orgulloso de vivir. No sé si sabrá
usted que el orgullo es el sentimiento que…
–¡Ni lo sé ni me importa! ¡Al
grano señor mío!
–Qué desagradable es usted, si
me permite decírselo…
–Brrrr –amagó con levantarse.
–Quiero decir que, sin aprobar
los medios absolutamente facciosos de los amigos de mi idolatrada
Eva, analizo el razonamiento de esos muchachos: se sienten agredidos
y, debido a la aparente inacción de las autoridades, no nos ha de
extrañar que en la fogosidad juvenil tiendan a comportamientos
reprobables. Creen que han de intervenir como sea. Señor comisario,
la falta de respuesta de nuestras democracias imperfectas a los
problemas actuales puede llevarnos a dictaduras perfectas. ¡Eso es
terrible! Hay que usar la didáctica con estos muchachos que…
–¡Que usted es negro! ¿Me
entiende? ¡Negro! Y su idolatrada pertenece a un grupo supremacista,
racista, ultranacionalista. ¿Se entera?
–Exceso de química, señor
comisario.
El policía resoplo incrédulo.
–¿Pero usted lo escucha?
–interpeló al agente de la puerta.
–Jodida química… –respondió
con espontaneidad el subordinado–. Tuve una novia química. ¡Estaba
loca! Se llamaba Alicia y yo la llamaba Alí la Química, como el
primo de Sadam Husein… Todos los químicos están locos,
comisario.
–¡Ya está bien! –estalló–.
¡Deme esa libreta! ¡Largo! Yo terminaré el atestado.
El agente salió contrariado y el
comisario se levantó a cerrar la puerta. Luego se sentó sobre el
escritorio, frente al detenido, y rebuscó algo entre los papeles que
tenía sobre la mesa.
–Escúcheme bien, señor Nguele.
Su embajador llamó hace una hora y ha amenazado que si no resolvemos
esto, hará cancelar el primer contrato de extracción petrolífera
que acaban de conceder a una empresa española.
El detenido asentía en silencio a
las palabras del policía.
–Las grabaciones que tenemos en
este disco duro –continuó el comisario mostrando un dispositivo
electrónico que había en la mesa– se borrarán accidentalmente.
–¿No me las puedo quedar?
–aventuró a solicitar, temiendo que fuera su último recuerdo de
Eva.
La mirada del policía le dejó
clara la respuesta.
–En el informe diremos que usted
fue conducido involuntariamente al piso franco gracias al uso de un
estupefaciente de efectos similares a la burundanga. Allí, la
inhalación de gases de los productos químicos hizo desmayarse a
ambos y el atentado fracasó. Entramos a rescatarlo horas después
tras la denuncia de su desaparición. ¿Entiende?
–Y entonces desperté…
–Así me gusta.
–Pero… ¿Y Eva?
–Convénzala de que confiese el
escondrijo de sus camaradas: tendrá reducción de pena por colaborar
con la Justicia.
–Pero, ¿cómo convencerla?
–preguntó azorado.
El comisario agitó el disco duro
delante de las narices del señor Nguele.
–Si no colabora sufrirá
aislamiento total en prisión. Dígale que bajo ese régimen
penitenciario, se olvide de revivir con usted lo que hay aquí
–sonrió malicioso mostrando el dispositivo electrónico–. Y todo
habrá sido un sueño.