Hacía casi dos milenios que lo habían crucificado y ella, desde ese
extraño lugar que algunos llamaban Limbo, seguía sufriendo su ausencia como si
el mismo Longino la hubiera atravesado a ella con la lanza en el costado. Desde
el olvido al que el Padre la había relegado, revivía en sus momentos solitarios,
como si fuera ayer, la última vez que lo gozó fruto de su divinidad, las
ocasiones en las que su lengua florida la elevaba al éxtasis, cómo sus manos
milagrosas obraban terapéuticas en su cuerpo maltratado por tantos...
Magdalena, vagando por las estancias de aquella cárcel, suspiraba y pensaba: «Nada
comparable a un buen polvo».
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